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Una historia para recordar

El Ayuntamiento de Santander aprobó el 10 de febrero de 1893 los planos de un edificio para Almotacenía, en el que se realizaría el peso y la venta del pescado. En diciembre del mismo año se estableció que mientras se construyera, esa actividad se llevaría a cabo en el parque de bomberos municipales, con entrada por la calle de Calderón (tramo de la actual calle Ataúlfo Argenta comprendido entre la plaza Pombo y la calle Casimiro Sainz). El proyecto arquitectónico se le había encargado al arquitecto municipal interino Valentín Ramón Lavín Casalís, que diseñó un edificio de una sola planta, con acceso por la calle Molnedo y con la forma rectangular del terreno de propiedad municipal sobre el que habría de construirse, con salientes en las fachadas norte (C/ Sotileza) y este (C/ Molnedo, actual Casimiro Sainz). Rematado con cubierta a dos aguas el cuerpo principal del edificio y a tres los cuerpos salientes. El material utilizado fue el ladrillo ordinario, pero los pilares de los salientes, las cornisas y los arcos que se apoyan en los pilares eran de sillería.

A la entrada del cuerpo principal se encontraba la galería de básculas en las que se pesaba el pescado al llegar. A su izquierda la habitación en que se guardan los pesos y las medidas, a la derecha, por el cuerpo que daba a la calle Sotileza, en el que estaban la sala de reuniones y el vestíbulo, se accedía a la sala de contratación en que se celebraba la subasta, con capacidad para unas 350 personas. Esta se hacía a la baja, es decir, empezando por el precio que decía el patrón de la embarcación que lo había pescado y a partir de ahí iba bajando hasta que algún comprador aceptaba el precio que había dicho el subastador. Esta escena la recogió muy bien el escritor madrileño Fernando Mora en «Crónicas montañesas. Barrio de pescadores», publicado en el diario madrileño La Voz, el 11 de septiembre de 1925:

 

En la grada, que llenan mujeres de varios y vivos adornos, hay, a la mano de cada asiento, el botón de un timbre.

En una tribuna con apariencia de escenario hay un mueble grande, redondo, con minúsculos y extraños casilleros, que lucen, junto a unos adornos de metal no menos raros, unos números.

Un hombre serio, grave, sacerdote de la contratación, en que Mercurio es rey, toma la palabra para decir que salen a la venta tantas o cuantas arrobas o kilos de pescado.

El silencio, entonces, es casi total y se dice casi porque la inmensa mayoría del público está compuesto de mujeres.

El hombre, con decir pausado, ofrece la mercadería al precio que dijeron sus amos; si el auditorio calla, él, entonces, baja el tipo de oferta.

  • ¡El kilo —dice—, en 98 céntimos!

Y si no se acepta el tipo, torna a gritar:

  • ¡A 96, a 94, a 92…!

Un repiqueteo de metales le cierra la boca.

Un comprador, conforme con lo dicho últimamente, aprieta el botón que hay a su vera.

En el ha repercutido su conformidad: una bola que rueda por la entraña del extraño mueble dice del trato, que, sin palabras, tiene la fuerza de una escritura protocolizada…

 

El resto de instalaciones necesarias para el desarrollo del trabajo que allí se hacía corrían a lo largo del perímetro de la sala de subastas: la administración, los servicios y el almacén para los utensilios. Al sur del edificio quedaba un patio alargado del que se hablará más adelante.

Durante la construcción del edificio hubo algunos accidentes menores, como era corriente en aquella época. Quizá el más aparatoso fue el del albañil Manuel Camus Gutiérrez, de veintitrés años y natural de Cueto, que a las seis de la tarde del día 29 de marzo de 1895 cayó de un andamio situado a ocho metros de altura, a pesar de lo cual su situación no fue tan grave como en un principio se pensó, ya que en la Casa de Socorro lo enviaron a su casa después de curarle una contusión en el hombro izquierdo, varias rozaduras en la espalda y una brecha en la región parietal derecha que precisó dos puntos de sutura.

La Almotacenía debió empezar a funcionar el 2 de agosto de 1895, pero los pescadores se negaron a entrar con la escusa de que no tenía las condiciones necesarias para la labor a la que estaba destinado. La verdadera causa era que pretendían recuperar la antigua tradición que ponía en manos de las cofradías de pescadores la subasta del pescado que llegaba a puerto y, aunque los gremios de mar habían sido disueltos en 1864, habían logrado sobrevivir adoptando otras fórmulas asociativas, con las que estaban decididas a quedarse con la explotación de la Almotacenía, a pesar de que esa recaudación había sido la forma de pagar el Ayuntamiento al contratista que había construido el edificio. Resuelto este asunto con el traspaso de la explotación al gremio de pescadores, se abrió con total normalidad. Toda la normalidad que cabía esperar en un centro que acogía diariamente a colectivos de personalidad tan acusada, como la de las pescaderas, de los armadores, de los pescadores, que en ocasiones alteraban la vida del barrio ante los representantes de la autoridad que vigilaban el correcto funcionamiento de todo el proceso de transporte, pesaje y venta del pescado.

Además de su función comercial propia, el edificio de la Almotacenía tenía una función social, sirviendo para otros fines, entre los que se encontraba frecuentemente servir de escenario de las reuniones o de las protestas de los pescadores. Ocasionalmente era sala de conferencias, como la que dio el 2 de noviembre de 1920, Alfredo de Saralegui (1883-1961), promotor del asociacionismo entre los pescadores, en la que habló sobre una de sus últimos proyectos, la . Saralegui y el almirante Sorela se dirigieron dos días después a Santoña, donde los pescadores les ofrecieron una representación del funcionamiento de la almotacenía de aquella plaza.

Pero, sin lugar a dudas, el más de los espectáculos que se podían contemplar en el interior de la Almotacenía o en sus proximidades era el de las discusiones y peleas que con frecuencia se originaban, unas veces por diferencias en el comercio del pescado y otras por asuntos personales. Protestas contra los intentos de acaparar un comprador toda la pesca que llegaba a puerto. La fuerte personalidad de las pescaderas, la dureza del oficio y las dificultades económicas y familiares eran fuente de altercados. No era raro que un día cualquiera se denunciara a alguna pescadera por vender pescado en la vía pública o por alguna bronca entre vcinas, pero el 28 de abril de 1904, el parte de denuncias de la policía municipal se había ensañado con este gremio: «Dos mujeres que promovieron un escándalo junto a la Almotacenía. Una pescadera que dejó abandonado en la vía pública un cesto con besugos. Varias mujeres por vender pescado en la plaza de Molnedo. Una mujer, por vender pescado frente a una de las puertas del Mercado la Esperanza».

En los años 40, tras el incendio de la ciudad, se iniciaron las obras del , popularmente conocido como . Aunque era una antigua demanda de los pescadores santanderinos no se empezaron las obras hasta 1942 y el proyecto incluía, además de viviendas, una serie de edificaciones de servicios, tales como iglesia, escuela y, por supuesto, la lonja para la compra-venta del pescado, que entró en funcionamiento en 1952, con lo que la Almotacenía dejó de cumplir la función para la que se había construido y pasó a ser un mercado de abastos. Mercado en el que el pescado mantuvo su presencia, ya que las últimas pescaderas que allí acudían exponían sus mercancías en el patio que quedaba en la fachada sur del edificio.

Todavía hoy, cada 16 de julio, el barrio celebra la fiesta de la Virgen del Carmen. La procesión vespertina que sale de la iglesia de los Carmelitas, baila la virgen en varios puntos del recorrido, uno de ellos es el lugar donde estuvo la Almotacenía.

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